Hacer un libro lleva tiempo. Hay que pensarlo, descubrirlo dentro de uno, escribirlo, releerlo, reescribirlo, ponerlo en duda, y así. Luego, hay que editarlo, y volver atrás, y revisar, y corregir, para finalmente llegar a un texto que será solo el punto de partida para lo que sigue.
En el caso de las empresas, cómo seguir tiende a ser sabido desde el comienzo; en el caso de los particulares, ya no tanto: la voluntad —el deseo— de ser editado por una prestigiosa casa editorial está siempre, pero por lo general la autoedición termina siendo el único camino posible —¿será necesario recordar que Borges se autoeditó?—, e incluso el mejor teniendo en cuenta que las regalías pueden septuplicarse en relación con la edición tradicional.
Sea como fuere, en ambos casos, al escribir esperamos que nos lean, compartir algo propio, incluso de alguna manera promocionarnos.
En este sentido, se habla mucho del impacto de un video, de los miles que vieron tal acción, de los likes en la publicación, del aumento de seguidores, del ROI y de un montón de variables que sin dudas son estimables y que deben atenderse, pero poco se toma en cuenta que el mismo millón de personas que vio y reenvió nuestro video vio otros diez esa misma hora y reenvió otros tres ese mismo día. En cambio, el libro, sereno, solemne, permanece, habla incluso sin que necesitemos abrirlo: nuestro nombre impreso ya cuenta, ya propone en el otro una idea de nuestra relevancia.
Nuestra historia llevó tiempo y persevera, es presente, que sea libro, que se asiente en las bibliotecas de nuestros clientes y amigos cuando nos vean al pasar los ojos entre los lomos de los otros grandes, que se recuerde en tapas duras en mesas ratonas, que tenga el peso y el prestigio de un libro, que no es otra cosa que el reflejo de nuestra altura.
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