En otras ocasiones mencionamos la importancia de leer en voz alta en el proceso de corrección y revisión. Cómo suena el texto, la puntuación real, la distancia que nos aporta, entre tanto, tiende a aparecer cuando imprimimos y leemos como si el texto no fuera nuestro; claro, no son pocas las veces en que, aun con esta práctica, no leemos lo que escribimos sino lo que recordamos, y el método falla. Podemos, entonces, pedir a alguien que lo haga por nosotros, y esto es muy valioso; pero también el otro se equivoca, y cuántas veces no lee lo puntuado, sin contar con el tropiezo inevitable de comentarios que aparecen y nos distraen del proceso de revisión en el que nos encontrábamos: finalmente, estamos entre la corrección y la discusión, siempre valiosa, desde ya. Pero qué si, aparte de recurrir a la lectura propia y a la del otro, nos lee el Word, si apretamos ese botón con una A y unas ondas que salen de ella como si se tratara de una señal de wifi horizontal ubicada arriba, en el cielorraso de la pantalla, hacia la izquierda, al lado de la imagen de la impresora —si ahí no la ven, seguramente algún instructivo podrá desasnarlos—. Nuestro texto se transforma en un sonido metálico de bot, pierde gran parte de la música que pretendíamos, pero es aquel que es: erratas imperceptibles como errores de género, de cantidad, se escuchan con total nitidez; el texto corre a la velocidad que le pidamos; puede ser un narrador con voz masculina o femenina —incluso, diferentes opciones dentro de un mismo género; es curioso esto, aún no lo tenemos del todo descubierto—; se exhibe una distancia inobjetable y nos permite corregir cuestiones necesarias.
Lo cierto es que todo texto pasa por diferentes etapas, y que por lo general la escritura es un trabajo silencioso y solitario. Trabajar con el dictado del Word aporta una nueva dimensión que, sin dudas, suma notoriamente al universo de nuestra inacabable reescritura.