…para el escritor de ficción, el juicio comienza en los detalles que ve y en la manera en que los ve. (…)
El problema peculiar del cuentista estriba en cómo hacer que la acción que describe revele el misterio de la existencia tanto como sea posible. Cuenta solamente con un pequeño espacio para lograrlo y no puede hacerlo mediante declaraciones. Tiene que conseguirlo a través de lo que muestra y no de lo que dice, además tiene que mostrar lo concreto; así que su problema consiste en realidad en cómo lograr que lo concreto opere por partida doble en su favor.
Flannery O’Connor
Si el título de este texto fuera «La forma en que miramos cuenta quiénes somos», el lector tal vez podría prescindir de adentrarse en las líneas que siguen. Por si fuera poco, qué podríamos agregar al epígrafe que abre este opúsculo, parte de uno de los mejores textos con «consejos para escritores» que se han escrito, Para escribir cuentos, de la autora estadounidense Flannery O’Connor. Pero insistimos, porque aun quien gira en círculos modifica el espacio aunque solo fuera por dejar un surco; por lo demás, rara vez sobran los ejemplos y algunas veces se agradecen las traducciones.
Veamos Boquitas pintadas, de Manuel Puig, una de las mayores obras de la narrativa local del siglo pasado. Escrita en gran parte por medio de cartas, el autor no necesita manifestarse, describir o explicar a los personajes, sino que deja que se cuenten a sí mismos: «Bolsa de agua caliente no me gustaría ser porque por ahí me resultás pata sucia y sueno». Juan Carlos, con estas palabras pretendidamente inocentes en medio de oraciones que intentan ser amorosas y seductoras, deja entrever cómo mira y dónde ubica realmente a Nélida —personaje al que envía esta epístola—; Puig en ningún momento debe aclararlo, está ahí, aparece de manera clara y orgánica casi sin que el lector lo perciba de manera consciente. Del mismo modo que el autor no necesita, al comienzo de la novela, aclarar cómo mira Nélida a Leonor, madre de Juan Carlos: basta con dejarla que le escriba con ese tono reverencial, el cual persiste inmutable aun en la distancia, tanto física como temporal, y que prepare de esta forma el escenario a partir del cual se desarrollará toda la novela. En otros ámbitos, podemos ir a un ejemplo cotidiano y ver cómo dos personas miran la misma película y se fascinan con diferentes aspectos —por lo general, sin comprender cómo el otro prestó atención a aquello que menciona y no a lo que golpeó el ojo propio—.
Una de las mayores tentaciones que tenemos como escritores es dejar todo en claro. Queremos que nada quede desatendido, que el lector sepa todo lo que tiene que saber; es más, queremos que sea partícipe de nuestras reflexiones —y que, desde ya, se maraville con ellas—. Pero esta pretensión tiende a llevarnos hacia recursos poco efectivos, tiende a la literalidad, a la explicación, y, por lo tanto, nos lleva al derrumbe de nuestro texto. Debemos asumir que, aunque digamos lo contrario, confiamos poco en el lector; sabemos que está mal pensarlo, pero lo cierto es que, por lo general, ocurre de esta manera, nos parece poco atento, que no nos entiende, que se está perdiendo lo más importante. Aun cuando —a veces— seamos conscientes de que no hay texto sino texto leído —es decir, que el otro leerá lo que pueda y le parezca a partir de lo que escribimos nosotros—, queremos que el otro lea aquello que nosotros pretendemos escribir y, por lo tanto, aquello que nosotros leemos al leernos. Esta es la razón por la que explicamos tanto, la interpretación del otro nos provoca pavura. En vez de contar, de dejar el espacio abierto, de dejar las pistas del mismo modo que la vida nos deja a nosotros las pistas: la gente no nos dice que es egoísta o generosa, simplemente tiene gestos que van para uno u otro lugar y luego entendemos que son de una u otra manera; poco importa que alguien declare lucidez de sí mismo, el grado de su torpeza quedará a manos de nuestros oídos. Claro, nos equivocamos muchas veces, cambiamos de opinión, a veces las cosas no son ni tan planas ni tan claras, pero así es el texto, siempre en movimiento, y todo es, todos somos, texto. Volvamos a O’Connor: «El escritor de ficción declara lo menos posible. El lector efectúa esta conexión a partir de los elementos que le muestran. Inclusive hasta podría ignorar que está realizando la conexión».
Nos definen innumerables variables y todo cuenta algo de nosotros; tal vez, la forma en que miramos resulte, por su carácter incluso inconsciente, en tanto espejo íntimo e ineludible, una de las mejores formas para contarnos a nosotros mismos —como autores, como seres y como personajes— . Escuchemos a nuestros personajes, dejémosles que digan algo y piensen diferente, que traten de explicarse a sí mismos y hasta lo hagan mal, como tendemos a hacer todos tantas veces; dejémoslos que sean francos a pesar de sus mezquindades, que sean ladinos, honestos, que se embelesen, que no puedan ocultar sus opiniones, sus pulsiones ocultas, que se filtren sus contradicciones, de manera sutil, que se expongan, así pueden ser y ser leídos y traducidos por nuestros lectores, que cuanto más impredecibles más necesarios se nos hacen.
N. B.: Estas líneas surgieron del intercambio mantenido junto a uno de los autores con quienes estamos haciendo un trabajo de editing. En este caso, el personaje miraba un reloj: qué le llamaba la atención, qué destacaba, qué pasaba por alto, este cúmulo de miradas, definía gran parte del personaje, contaba de él mucho más que cualquier descripción directa.
Asimismo, queremos agregar que, al momento de escribir la primera versión de este texto, una semana atrás, desconocíamos el texto de O’Connor —quedan fuera varias citas que aportarían un conocimiento invaluable, pero volveremos a él y, desde ya, esperamos que el lector corra a su lectura completa—: a veces, las casualidades se nos ofrecen con inestimable generosidad.
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