Esto siempre es un tema. Y las teorías son todas porque, a fin de cuentas, el modo en que ordenamos la biblioteca es una forma de contar cómo pensamos nuestros libros y nuestra forma de encarar la literatura en general, entre varias otras cosas.
Como primera medida, ya la idea de «ordenar» la biblioteca suena, para muchos, algo extraño. ¿Qué es eso de ordenar una biblioteca? Ahí están los estantes, ahí van cayendo los libros. Pero, a medida que se acumulan, los vamos comprando según intereses concretos y les tomamos cada vez más afecto, de a poco sentimos que son «importantes», y el nivel de especificidad va cambiando: pasan de ser «libros» a ser «esos libros». O no, perfectamente puede ocurrir que alguien tenga centenas de libros y que, aun así, simplemente caigan en forma caótica, con todo lo que eso propone.
Hablamos de libros y cabe preguntarnos qué ocurre con usar ese espacio para poner adornos o fotos delante de los lomos literarios. A fin de cuentas, solo hay una realidad, también visual, que se va construyendo, con mayor o menor consciencia, a medida que incluimos los libros entre los anaqueles.
No es poco usual que la medida de orden sea la estética y que, entonces, se ubiquen según lomos similares: un color que parece larguísimo con pequeñas variaciones en el blanco o negro de los nombres. Se espera en este caso que el orden persiga, más allá de lo estético, un criterio de edición, cierto tono de búsqueda literaria, incluso que el lector cuente que es «de los que leen eso». De manera inevitable, con este método ganan aquellas editoriales que resultan más reconocibles por este signo, que no sean pocos los amigos que regalen recordando esos lomos o que el afán por ver alargarse la fila anime a que la compra decante por uno más de ellos; luego, en un estado tal vez caótico, van cayendo los otros, que se ubican según posibilidades espaciales: donde entran.
Esta es otra medida del caos: la posibilidad. ¿Esto condiciona el caos, lo hace menos caótico? Es probable. O, al mismo tiempo, podemos pensar que el caos es eso, la posibilidad. Y la posibilidad, tal vez, se va ordenando siempre a sí misma. Por lo demás, no sería extraño que uno leyera más de un libro de un autor en un breve lapso de tiempo, o que por alguna razón investigara cierto tema y entonces el caos estaría, en ese contexto, narrando una historia de la lectura, pero que a la vez esa narración fuera atravesada por las posibilidades espaciales, por el tamaño de cada ejemplar, lo que construiría un doble orden seudocaótico. Uf, cuánto más que libros son los libros. ¿Qué lugar ocupa ese autor que en algún momento nos desvelaba el mundo y hoy nos resulta un anodino narrador para adolescentes?, ¿dónde ubicamos esas novelas juveniles de crecimiento?, ¿dónde a ese autor que entonces era la literatura de ruptura y hoy es el truco, el efecto y el lugar común? ¿Cómo asumirnos lectores de todo eso sin pudor, sin el flagelo de sentirnos siempre nosotros mismos en medio de un proceso evolutivo?
Una forma bastante habitual entre quienes estudiaron Literatura, y por qué no entre otros lectores con neuras análogas, consiste en ordenar los libros según lengua o según regiones. De esta manera, tenemos en unos estantes la literatura escandinava, en otros la francesa, la inglesa, la clásica, y así. Dentro de cada estante, puede a la vez organizarse según período, por lo que Boccaccio estará en un anaquel diferente de Buzzati o Hernández en uno diferente de Guebel —estos ejemplos, como notará el lector, dan cuenta de la subjetividad del tiempo—.
A medida que la biblioteca crece, lo que agoniza es lo impuesto y lo que surge es el interés personal. Es decir, ¿qué es importante? Un abogado, puede asumirse, tendrá un orden minucioso en cuanto a sus libros de Derecho, pero tal vez destine una atención menor al orden de sus libros de ficción. Y por qué no pensar algo similar en un poeta, que tiene largos estantes con poesía bien clasificada mientras que las novelas —las que considera, tal vez, un género menor— se ubican sin mayor atención.
Todo refiere a nuestra posición en cuanto a la literatura que leemos. Para muchos, la literatura oriental ocupa un espacio menor, con libros queridos y autores fundamentales, como Akutagawa o Tanizaki, pero sin ofrecer un significativo número de autores de la región por fuera de ellos y algunos otros. Del mismo modo, puede ocurrir que un avezado en el tema distinga entre literatura japonesa, china, tailandesa y vietnamita, por ejemplo, tal como hacemos —los lectores más occidentalizados— entre francesa e italiana o entre mexicana y española.
¿Qué está bien? Encontrar el orden propio, y mirarse a partir de ahí. Ordenar la biblioteca puede, como dijimos al comienzo de este texto, contar mucho de nosotros mismos. Tal como podría contarnos cómo miramos en qué literatura ubicamos a Vladimir Nabokov.
No es poco usual que tengamos órdenes múltiples. Que destinemos para ciertos géneros un orden preciso de autores, incluso siguiendo el orden alfabético, cuando para otros tengamos dispuestos apenas un par de cuadrantes o estantes donde se amontonan, sin mayor interés, generalmente más alejados del primer golpe de vista, los libros que pertenecen a géneros que frecuentamos menos. De este modo, como veíamos antes en el caso de los poetas que organizan la poesía mientras aglutinan la narrativa, podrá ocurrir algo similar con lectores de historia, filosofía o psicología, con los de no ficción, con los de teatro, o lo mismo podría ocurrir con alguien que se especializa en literatura medieval o en literatura clásica, materias que ocupan sendos espacios, como si se tratara de carpetas de estudio, mientras que autores de las mismas regiones, pero de otros períodos, se apilan con un orden largamente menos interesado.
Esto, a fin de cuentas, todo este orden, responde a una economía natural del espacio. Nadie puede estar atento a todo todo el tiempo —nadie, ni el más obsesivo de los neurasténicos, que no son pocos entre los que tienen bibliotecas frondosas— ni todo ocupa el mismo espacio en nuestra consideración. Por lo demás, necesitamos encontrar las cosas, más cuando trabajamos con libros, y a la vez ver los lomos de los libros es ver también una historia muy personal a la que necesitamos recurrir, de manera inevitable, cada cierto tiempo. Cuántas veces nos paramos frente a nuestra biblioteca y repasamos lecturas, recuerdos, tal vez abrimos un libro para leer algo subrayado o para entrar en el azar de leer algo que siempre nos ofrece la fantasía de una respuesta actual y necesaria. Cómo encontrarnos en ese recuerdo también tiene que ver con este orden.
Estantes con libros de consulta, estantes por literatura, por períodos, por género, por temática, incluso estantes especiales donde ponemos los autores más queridos y personales. Por qué no, estantes con los libros que no leímos. Pero siempre libros, ordenados de una u otra manera, esperando o recordando, reconstruyendo, como un relato difuso —el recuerdo siempre es difuso— pero mucho más presente que lo que asumimos en la conciencia. Esa biblioteca es nuestra historia clínica de la lectura, nos forma aunque no la recordemos, nos formó de soslayo, nos forma aun cuando vemos los libros que no leímos, o aquellos que dejamos por la mitad, o esos que no queremos volver a tocar por miedo al desencanto, o esos a los que les tenemos miedo. De todos esos libros estamos hechos, incluso de los que queremos sumar. Los libros, lo hemos dicho con insistencia, son fragmentos de espejos; la biblioteca es entonces el espejo más completo, el que nos muestra todo aquello que un poco sabemos, un poco ocultamos y, otro poco, queremos ser.
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