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  • Foto del escritorJuan Gonzalez del Solar

Leer en invierno.

No podremos saber cuántos a fin de cuenta lo hacen, pero que casi todos soñamos con tirarnos a leer, tapados, con una frazada y una taza de té al lado —el té es más largo que el café, y eso lo hace más poético para esta figura— parece ser una imagen fácil de compartir.


El invierno tiene eso, el sedentarismo, estar guardados, íntimos, abrazados a otros y a nosotros, mientras se vive un poco entre la vigilia y el sueño; en invierno vamos a la cueva con un paquete de frutos secos a esperar que pase el frío como si el aire nos escaldara. Algo de todo esto cuenta, o propone, el excelentísimo libro de Peter Kingsley, En los oscuros lugares del saber, cuando recuerda las técnicas de curación apolínea mediante la incubación, en la que el paciente se internaba hasta descansar entre la vida y lo otro.


Pero volvamos al invierno: frío, estancamiento, comida caliente, sueño, un libro apoyado sobre la almohada para que no se esfuercen ni el cuello ni los brazos, para que todo sea perfecto. Si el cuento se imagina ideal para el verano, en que nos cuesta mantener la concentración por mucho tiempo —el afuera seduce mucho—, la novela de largo aliento puede resultar una excelente excusa para solo mover unas páginas, despacio, en el tiempo aletargado; familias, zagas, aventuras, historias de amor, intrigas, todo es perfecto para que nos abismemos mientras descansamos.


Ustedes, lectores, tienen en sus bibliotecas infinitos libros posibles, y seguro más de un clásico grueso que solo tomarlo causa tedio; pero es solo empezar, apenas eso. La literatura de largo aliento no pide galope ni histeria, no es un golpe a la mandíbula, sino que está más cerca de ser tragados por una serpiente sin dientes que apenas succione despacio, que nos llene de una baba que nos ralentiza, pero sin impedirnos el movimiento, que de a poco nos vaya metiendo, arrastrando en ese líquido cálido, viscoso y agradable hasta que, a las cincuenta o sesenta páginas, miremos atrás y veamos que empezamos, que ya no podemos salir y que, por delante, espera el grueso de un pedazo de palma. Pero estamos, apenas conocimos algo de unos personajes, sabemos de otros, intuimos varios más, vendrán hijos y traiciones, dilemas existenciales, matices, giros, diferentes líneas argumentales, locaciones múltiples, y habrá entonces que llegar hasta el fin de la serpiente.


Hace frío y leer siempre queda bien. ¿Cuánto vale la foto en las redes sociales con el libro, frazada escocesa y taza humeante? ¿Y cuánto vale si esa cubierta tiene un autor ruso como Dostoievski o Tolstoi? —no es casualidad que los rusos escriban largo y tengan de los climas más fríos del planeta—. ¿Le interesa la mitología, ha leído Las bodas de Cadmo y Harmonía, de Calasso? ¿Siempre es un buen momento para el Ulises de Joyce o para comenzar En busca del tiempo perdido, de Proust? ¿El cuarteto de Alejandría, de Lawrence Durrell? Si le dio por la mística, Simone Weill —spoiler: escribe corto, pero pide tiempo—; algo épico, El señor de los anillos. Y si no siempre estarán los cuentos y la poesía, a mano, para entrar en un autor y conocerlo a fondo. Las opciones son infinitas, aparecen libros inolvidables como Cumbres borrascosas, de Emily Brontë, En América, de Susan Sontag, o La marcha Radetzki, de Joseph Roth, y a la vez todos los que siguen pendientes, como El hombre sin atributos, de Robert Musil, o Moby Dick, de Herman Melville.


La imagen del frío aparece siempre como una excusa inmejorable para tantas actividades; están las series, es cierto, pero el libro queda en la biblioteca y sigue hablando por décadas, mientras que la serie, como mucho, queda en el registro de la plataforma como tildada, vista, pasada. Lea, aproveche este invierno para dejarse en la cama y empezar un libro gordo; ya el calor traerá otros autores y nuevos formatos, pero nada olvidará este invierno de lectura.

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