Hace muchos años, luego de rendir mi final de Literatura Alemana II, una profesora me hizo una pregunta que me serviría mucho desde entonces: ¿por qué había elegido a ese autor? Me lo dijo consciente, traté de responder rápido, pero ella insistió en que me lo preguntase, que analizara con tiempo por qué había decidido preparar —y de esa manera— un trabajo sobre Joseph Roth.
Ya me había hecho antes la pregunta, e incluso tenía claras varias cuestiones, pero aun así me produjo desde entonces algo cada vez que volví a leerlo o incluso a recordarlo. De todos los libros de Roth, hay libros sobre él que han resuelto gran parte del problema: Huida y fin de Joseph Roth, de Soma Morgenstern, y El santo bebedor, de Géza von Cziffra. Estas miradas acerca de mi autor completaron o acompañaron un proceso que incluyó una viaje a Viena para recorrer los bares que él había frecuentado —hoy, convertidos en espacios modernos si no desaparecidos, uno es un bar tipo americano con neones y solo uno permanece más o menos como estaba, el más clásico de todos, aunque tal vez mejor sea imaginarlo que visitarlo—. Esa peregrinación, una excusa obvia para conocer la ciudad, me llevó hasta las afueras, a la parte moderna, donde han puesto su nombre a una calle —en un aparente homenaje que desconoce absolutamente al autor, quien jamás habría querido para sí una calle de trescientos metros, en una zona alejada y moderna—.
Nunca escribí —o nunca lo hice en forma pretendidamente acabada, mucho menos he publicado— un texto en relación con Joseph Roth; puedo identificar razones coyunturales, que entonces no publicaba, que no tenía el hábito del texto de corte ensayístico o de memoria, pero a la vez siempre tuve la certeza de que, para hacerlo, tenía que releer toda su obra y que eso no sería fácil o que nunca sería suficiente. Por lo demás, sé que somos muchos los que tenemos esta filiación con él. Incluso no es poco usual que quien lo ha leído más de una vez haya leído luego gran parte de su obra; y a más: hablar de Joseph Roth con un acólito suyo es emocionante porque se comparte algo muchas veces inefable, ¿qué es lo que hace que nos pase esto con él? Podría imaginar las respuestas de otros por analogía con las mías. De todas, tal vez las más profundas —en toda la dimensión de este término— tengan que ver con cómo su historia se transfiere a su obra en una búsqueda permanente de una certeza, de una guía, de un rector, una identidad. Joseph Roth —que vivió el éxito por su trabajo— pasó por todos los grupos de pertenencia y resulta ya un lugar común mencionar que en su entierro se encontraron todas las religiones y personalidades de diferentes y antitéticos grupos políticos e ideológicos. En lo personal, no entiendo el arte sin ambigüedad, que lleva en forma inevitable a la subjetividad.
Otro de mis “autores íntimos” es Max Frisch. Muy poco se puede agregar a una literatura que asume la derrota de la certeza como punto de partida sin que esto suponga vaguedad o tibieza. He copiado y enviado, tal vez como ninguna otra, una cita de su libro No soy Stiller; puedo prescindir de ella ahora, habla sobre la identidad y la mirada del otro. Montauk lo he leído más de una vez —un hito personal— y seguramente vuelva a él cuando dé un taller donde pueda ubicarlo, e incluso aun dos obras breves, tal vez menores, La cartilla militar y El hombre aparece en el holoceno, contienen desde una ficción lateral la misma búsqueda de sus primeras obras. Hay otra complejidad, otras extensiones —sus obras tienden a la brevedad con el paso del tiempo—, probablemente una necesidad diferente de explicar o agradar, pero su literatura, creo, sigue girando cerca del personaje de Andorra —no recuerdo ahora su nombre y es de los mil libros que he prestado—, o de Stiller, que mira hacia afuera y, como en el caso de Roth, persigue una identificación o una paz en la ausencia de esta. ¿Es esto así? No lo sé, no es este un texto que persiga ninguna rigurosidad, cualquier estudioso del autor podría refutar esto muy probablemente con total facilidad; pero este no es el ámbito de la academia, ni siquiera el del ensayo, sino el de la memoria.
Pocos autores he detestado tanto por momentos como a Alan Pauls, y a la vez es probable que ninguno narre mi obsesividad como él —tal vez, desde un lugar diferente, Tabarovski, quien también integra esta lista—, y que por esto su literatura me hermane como ninguna otra. Se da en este caso una obvia diferencia con los dos anteriores: he tratado, incluso varias veces, a Alan; y un centenar de veces a Damián —a quien considero un muy querido amigo—. Esta variable limita mi lectura antes que la amplía, mucho más al momento de escribir; aun así, estos nombres resultan insoslayables en esta lista. Creo —y es justo decir que es una idea porque trato de recuperar, desde el lugar del escritor, una experiencia lejana como lector— que cuando leo a Pauls veo las mejores y las peores posibilidades de mí, me veo ahí, incluso siento que eso podría —de alguna manera— escribirlo yo si tuviera el vastísimo conocimiento y el enorme talento y no tuviera las inmensísimas limitaciones emocionales e intelectuales que me agobian cada vez —y cada vez menos, como tal vez quede contado— que me siento frente a la escritura. A Pauls lo detesto como me detesto y lo admiro como me gustaría admirarme; y obviamente se da con él, como con todos los escritores contemporáneos que admiro, que una parte de mí celebra cada texto que encuentro memo, fallido, cada lugar común, cada reflexión que me resulta sosa o una pretendida revelación que encuentro evidente. Tiene, este autor mío, la generosidad de hacer esto cada tanto, como para equilibrar un conocimiento que excede muy, muy largamente el que jamás podría adquirir yo. He leído gran parte de su obra —no toda, algo siempre permanece ileído, por diferentes razones; por lo demás, veo muy difícil que un geminiano lea la obra completa de alguien— y hace poco me encontré con un texto que, por inciertas razones, no me había llegado —nota de color, interrumpo esta narración para comprar Temas lentos, que comencé y no terminé hace tiempo dado que, entonces, le regalé el libro a alguien que quería comenzar a escribir ensayos de arte—. Me dispongo a leerlo, leo tres páginas y la magia sigue intacta, la fascinación y el desprecio persisten, seguimos hablando una lengua común.
Mauriac, Calvino, Akutagawa, Tanizaki —tanto el de La llave como el de Las hermanas Makioka, tanto el ensayista del insoslayable Elogio de la sombra como el narrador calmo de El cortador de cañas—, Dostoievsky, De Quincey —es inevitable pretender hacer con este autor, y con todos estos, la aclaración que hice con Tanizaki, pero se haría imposible: convengamos en que de todos me gustan los diferentes momentos, incluso aquellos en que parecen distintos de sí mismos—, Borges, Katchadjian, Katantzakis, Kavafis, O’Henry, a la par que algunas obras aisladas como Cumbres borrascosas, El desierto y su semilla, La consciencia de Zeno, La bestia en la jungla, Memorias de Adriano, To the wedding, Lolita, Poderes terrenales, siempre —y tal vez por sobre todo— el Quijote; y un último libro, uno que aún no terminé tal vez porque he leído tantas veces una página o tal vez porque en su momento fue tan impactante así que así lo quiera dejar —segunda nota de color: luego de regalar los dos o tres ejemplares anteriores, he vuelto a comprarlo hace pocas semanas y está sobre mi mesa de luz—: En los oscuros lugares del saber, de Peter Kingsley. Y mejor abandonar la lista porque la intimidad se desvanece, pero sin duda no me he fallado con esta lista, a la que podría sumar —¿quién no?— a Shakespeare, tan esencial en algún momento de mi carrera; y, otra vez, seguramente a alguien más si mirase mi biblioteca o me pusiera a recordar para evitar injusticias, que las habrá.
Hay algunos de estos autores que hace tiempo que no leo y algunos que infiero que no volveré a leer, o que aquello que en su momento me resultaba una revelación hoy ya no lo es —por ejemplo Hesse, a quien había olvidado, clave en algún momento de mi vida, o Mauriac, tal vez mi primer autor íntimo si no tomo en cuenta el libro que leí una decena de veces cuando tendría unos doce años, Juan Salvador Gaviota—: sus temas fueron espejos necesarios, pero hoy ya no lo son, en parte porque gracias a estos autores se fueron acompañando, revelando, poniendo en escena y tomando forma para que dejaran de atormentar. Se me ocurre que si hubiese leído El hijo judío, de Guebel, hace veinte años, o al menos antes que Carta al padre —Kafka siempre está por estar, pero no sería honesto si ahora estuviera; incluso me pregunto si esta relación es del todo sincera—, estaría casi con certeza hoy en mi lista más necesaria; pero, aun cuando la considero una obra fabulosa, ya no me traduce como lo habría hecho, o al menos no lo hace ahora como una revelación necesaria.
Hay, para mí, un hilo obvio entre todos estos autores, tal vez pase por una disposición ante la certeza que me inspira. Habrá otros y algunos caerán también en el olvido, algunos que fueron esbozos, como Pirandello o Pessoa, tal vez se conviertan en canónicos, pero de verdad no importa, ni siquiera repasar los descuidos. Escribir estas líneas resemantiza algo de lo conocido y, por lo demás, tal vez con suerte recuerde al lector esa pregunta con la que comenzaba estas líneas, una que, conscientes o no, nos hacemos cada vez que un autor entra en nuestro canon personal.
P. D.: Con sorpresa me encuentro con que olvidé mencionar a Fogwill —hay otros, claro, pero resultaría inacabable, desde ya—: si pudiera elegir escribir un cuento como alguien, lo haría como él.
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