El lugar común como monstruo o como punto de partida
Son infinitas las veces en que escribimos algo que nos parece interesante, original, que nos releemos y nos queremos tanto, y que luego eso llega a diferentes lectores y no recibimos la respuesta esperada. Silencios, olvidos, algunos comentarios evasivos si indagamos, y una certeza: aquellas ideas, aquellas frases que nos resultaban tan ingeniosas, no han interesado. Leemos y releemos nuestros textos, nuestras reflexiones, y siguen pareciéndonos tan bien logradas, cómo es que la gente no se siente tan identificada con eso.
Duele, pero tendemos a ser mucho menos originales que lo que nos gustaría.
La respuesta, muchas veces, está en que no es que no se sienta identificada, sino que lo ha visto cien veces, que ya lo ha pensado, y que al pensarlo utilizó incluso las mismas imágenes o al menos parecidas. Duele, pero tendemos a ser mucho menos originales que lo que nos gustaría. Y, del mismo modo, es importante registrar que esta carencia no es ni siquiera tan personal: todos tendemos a repetir lo que hemos visto, todos tendemos a los lugares comunes, y el lugar común constituye a su vez un código que compartimos todos que tiende a informarnos con claridad cuestiones esenciales; en otras palabras, es un punto de partida común. Es por esto por lo que demonizar este uso es usualmente un error: cuando un personaje le pregunta a otro por el clima en un ascensor está contando mucho más que una escena anodina y, sobre ese significante, puede desplegar varias opciones de significado. Por lo demás, un universo donde todo es original y particular resulta agobiante e inverosímil para cualquier lector.
El punto es qué ocurre cuando el autor mira al cielo, señala unos pájaros volando y piensa en la libertad. Y cree que es una metáfora personal e interesante. O cómo enfrentarse a un texto donde quien narra se maravilla con una reflexión plana, repetida y adolescente. Las respuestas pueden ser varias y, como cabe presuponer, cada cual deberá encontrar la propia —en otras palabras, oponer el contrario—, pero podemos ensayar algunas opciones para identificar estos momentos.
No todo el tiempo podemos ser literarios, especiales ni originales
Lo primordial consiste en abismarse al registro: salir lo más lejos posible de uno mismo y ver el texto propio con espíritu crítico. Si esto sale bien, lo más probable es nos demos cuenta de que esa reflexión que tanto nos había gustado estuvo en decenas de blogs de adolescentes dolidos o que la imagen de la gotera ya había narrado el tedio en otro centenar de obras: debemos buscar estos lugares comunes que no registramos como si entráramos a patadas en nuestro texto en una requisa policial. Una vez que los encontramos, preguntarnos qué hacer con ellos: si nos sirven, si se pasan de comunes, si no incomodan, si es mejor dejar eso que pretender una metáfora absurda. Porque también esto debe tenerse en cuenta: no todo el tiempo podemos ser literarios, especiales ni originales; de hecho, lo más probable es que, si podemos, lo seamos en algún momento, y que el resto del texto sostenga la narración hasta esos momentos, que también necesitan su tiempo sin desborde.
Tennessee Williams (1911- 1983)
Autor de obras teatrales como El zoo de cristal; Un tranvía llamado deseo, La gata sobre el tejado de zinc caliente, entre muchas otras)
No debe de haber un autor clásico con mayor uso de los lugares comunes que él, con mayor uso de la literalidad. ¿Fue consciente él de esto? Es probable, pero no parece interesarle esa discusión; en cambio, propongamos una idea: dejar los lugares comunes, las literalidades, que el espectador entienda con total claridad qué es lo que está ocurriendo, para que, una vez que entre en ese universo, pueda ya sin mediaciones intelectuales mimetizarse con las emociones de sus personajes, donde verdaderamente reside su magia y unicidad como autor.
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